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Mi último viaje a Alemania

Así podría titular alguien de clase social alta una entrada en su diario en la que relatase su última aventura en el país germano, contando un agradable viaje, de hotel en hotel, admirando la belleza, tanto natural como de humana creación, que esa nación ofrece a quien la contemple. Sin embargo, en mi caso, nada más lejos de la realidad. Este último viaje al que aludo tuvo lugar en mayo del año pasado, del dos mil tres. Andaba yo, como es norma en mi repugnante y desgraciada vida, desocupado y sin mucho que hacer, así que, aprovenchado que soy titular de los permisos de conducir pertinentes, decidí montarme en la cabina del camión que conduce, para cierta empesa granadina, cierto conocido mío, y pasarme unos días lejos de la rutina hogareña. A él le viene bien, porque firmando yo también en el tacógrafo -el disco, en el argot de los camioneros- tiene muchas más horas posibles de conducción, y se aleja el peligro de una multa por sobrepasar el tiempo máximo sin descanso. Cuando los camioneros que hacen viajes internacionales han descargado en España, con lo que ya están libres, llaman al dueño del camión, o al jefe de ruta de la empresa propietaria si ésta tiene ya cierto volumen de negocio, y le comunican la situación. A la mayor brevedad posible, porque un camión está ganando dinero mientras está andando, éste le comunica dónde tiene que cargar de nuevo. El camionero se dirige al lugar que le han indicado -en el caso de los "trailers" frigoríficos suele ser un almacén de frutas o verduras- y se presenta en la oficina. Una vez que lo han cargado recoge la documentación correspondiente en la que consta el destino de la carga, así que no le queda más que poner rumbo allá. En este caso cargamos en cierta localidad de Murcia con destino a cierto almacén mayorista alemán. Los camioneros suelen cobrar un sueldo fijo más una cantidad por quilómetro recorrido, así que también al camionero le conviene no perder tiempo y hacer el mayor número de quilómetros posibles al día.

Aunque pudiera parecer lo contrario, en España se está poco tiempo. Aún en el caso más extremo, que se da cuando se carga en Huelva, en unas horas se alcanza la frontera con Francia, se abandoda nuestro país y se entra en el extranjero. Pese a que la fama se la lleva Alemania, Francia tiene las mejores autopistas de Europa, de eso puedo dar fe yo - el arcén, por ejemplo, es tan ancho como un carril de la propia autopista, y la norma es que haya tres carriles, no dos como en nuestras autovías. Eso si, las mejores y las más caras. Atravesar Francia, al menos desde los Pirineos hasta la frontera con Alemania, cuesta desde luego más de lo que yo podría permitirme pagar en un viaje de placer. Las atopistas alemanas en cambio no tienen peajes y, aunque son algo peores, no son tampoco tan malas. Dominan los dos carriles en cada sentido, como en las autovías españolas, con tres en los tramos de más pendiente o cerca de las ciudades. Pero ellos tienen muchos más quilómetros construidos de los que nosotros. Por eso son muy frecuentes los cruces de dos autopistas, siempre a distinto nivel -obviamente-, algo tan raro aquí en España. Una cosa muy frecuente en las carreteras alemanas, y que mi, como conductor novel en camiones, me ponía de los nervios, son las obras. Tienen la costumbre, en esos casos, de cortar el carril de la izquierda, pero habilitar para el tráfico el arcén, con lo que, repintando de amarillo las líneas de delimitación, se siguen teniendo dos carriles en cada sentido, pero de una anchura sensiblemente menor que los normales. Cuando se conduce un coche no hay mayor problema, pero con un camión de semejante tamaño se está en peligro, si se arrima uno mucho a su derecha, de salirse de la calzada, con fatales consecuencias posiblemente; o, si se pega uno a la izquierda, de rozar con los coches que circulan por ese carril. Siempre es preferible la segunda opción a la primera, porque al fin y al cabo el que adelanta es el que corre con la mayor responsabilidad en caso de accidente. Una táctica es la de ocupar, aunque sea ligeramente, el carril de la izquierda, sin dejar de circular por el de la derecha. De este modo se impide que los coches adelanten al camión. A veces los camioneros que ven venir los coches por el espejo retrovisor a cierta velocidad, algo antes de ser adelantados, dan un pequeño volantazo a la izquierda, con lo que invaden, un poco, dicho carril. Se complacen en ver como el coche, que se disponía a continuar a igual velocidad, cuando ve que el camión se le viene a la izquierda, frena y se queda, justo detrás, sin atreverse a adelantar, sin duda dubitativo sobre si meterse entre el vehículo y la valla de las obras, o esperarse a que pase la zona afectada. Normalmente optan por esto último, y se mantienen ahí, a la misma velocidad que el camión. Incluso ya pasada la zona de obras, no es raro que esperen un tiempo prudencial para estar seguros de que el "trailer" no hará nada raro. También vi una broma -de mal gusto, sin duda- en una ocasión en que una mujer, ya de cierta edad, se disponía a entrar en la autovía. El camionero, que veía que el coche iba a adelantarlo por el carril de aceleración, dio un volantazo repentino a la derecha. La mujer, que pensaría que se le venía encima, a su vez dio otro también a su derecha para alejarse, con tal ímpetu que invadió por completo el arcén y se quedó a pocos centímetros de salirse del asfaltado. Finalmente no pasó nada, y se incorporó a la circulación detrás del camión. Ni que decir tiene que yo no gasto tal tipo de bromas.

Por fin conseguimos llegar a nuestro destino, lo que no es poco. Si el conductor ya ha estado antes en el lugar al que lo envían, no suele haber problemas en encontrarlo, a menos que no se acuerde. Pero si no es así tiene que apañárselas para encontrar el dichoso almacén en un país cuyo idioma no se conoce. Lo más socorrido es apearse en una semáforo y enseñarle el documento en el consta el destino a algún automovilista. O bien se encoge de hombros o bien lanza algún sonido onomatopéyico al tiempo que indica con el dedo una dirección. No hay más que seguir esa dirección y repetir el proceso cuando, después de un tiempo prudencial, se constata que no se está bien orientado. El caso es que ya estabamos allí, pero demasiado pronto. Llegamos a eso de la una de la tarde cuando no nos esperaban hasta las cinco de la mañana del día siguiente. Con mi inglés macarrónico intenté convencer a un joven, excesivamante rubio incluso para ser alemán,que parecía pintar algo en ese almacén, de que nos dejara descargar en ese momento. Pero éste me señaló la suciedad que se acumulaba en el local y me dijo que hasta que no lo despejasen no había nada que hacer -tengo que reconocer que allí había mugre como para parar al propio camión. Así que nos dispusimos a pasar la tarde y la noche aparcados junto a una acera de la localidad más cercana. Efectivamente, dejamos convenientemente aparcado el camión y nos adentramos en las calles del pueblo. Como teníamos tiempo decidimos tomar unas cervezas. Sobre cierta puerta vimos un cartel que se nos antojó anunciar un bar. Pasé a lo que tenía todo el aspecto de ser la entrada de una casa de vecinos y miré a izquerda y a derecha, pero allí no parecía haber nada que se semejase a un bar. Decidí entrar a cierta habitación cuya puerta permanecía abierta y pronto comprendí que aquel salón era el bar. Mi error provenía de que yo esperaba encontrarme una barra muy larga con una surtido repertorio de botellas de licores detrás, al estilo del bar de al lado de mi casa. Pero allí lo que había era una pequeña barra con un único grifo de cerveza y una serie de mesas largas, para seis u ocho personas, repartidas por el local. Rápidamente salió la camarera y otra sorpresa. Los camareros y camareras alemanes, al menos en los pueblos, no visten como la gente normal. Sin que yo sepa el motivo aparecen vestidos de época, es decir, las mujeres con una falda que les llega hasta los tobillos, una blusa y una especie de corpiño -algo así como si aquí saliera la camarera a servirte la bebida vestida con bata de cola con lunares-, y los hombres con un traje difícil de describir pero que parecía un cruce entre los trajes típicos cordobés y tirolés. Pedimos dos cervezas y nos sirvió dos jarras de medio litro -tamaño por lo visto habitual allí. En Alemania no se estila lo de la tapa, de modo que, aunque me cueste tomarme una cerveza sin nada de comer, no queda otro remedio. Y no solo nos bebimos la jarra, sino que pedimos una segunda, que también consumimos. De una cosa si me di cuenta, de que la clientela, al menos a esas horas, sobre las tres de la tarde, era casi exclusivamente masculina, y es que el amor de los varones por los bares parece ser universal.

Después de tomarnos las cervezas, con el tiempo amenazando lluvia, nos volvimos al camión, donde consumimos nuestra opípara comida, consistente en una lata de atún, alguna de anchoas, y una pieza de fruta o un pastelito, convenientemente envuelto en su plástico. Tras la comida y durante buena parte de la tarde estuvimos bajando de la cabina del camión cada cuarto de hora o así impelidos por la natural necesidad que la ingestión de un litro de cerveza provoca. Por cierto que estábamos junto a lo que parecía ser un solar o un pequeño prado y, al poco de haber comido, apareció por allí un muchacho con un caballo al que dejó paciendo. Apenas se había marchado cuando de una casa salió un hombre, sin duda ya jubilado, que, sin percartarse de nuestra presencia dentro del vehículo, se puso a hablar con el caballo, haciendo, conforme hablaba, estentóreos gestos, como remarcando la intensidad de lo que le decía al animal. Éste, sin embargo, no hacía el menor caso a su interlocutor, y comía tranquilamente, levantando si acaso la cabeza para mirar al anciano de vez en cuando, más por curiosidad que por otra cosa. Estaba yo entretenido contemplando esta singular plática cuando empezó a llover, así que el hombre volvió a meterse en su casa y al poco regresó el muchacho y se llevó el caballo. A media tarde nos dimos un paseo por los alrededores y, temprano porque había que madrugar, nos acostamos en el camión.

Los camioneros de internacional, mientras están de viaje, tienen que hacer su vida en los pocos metros cúbicos de la cabina. En ella se trabaja, mientras se conduce, en ella se duerme, en ella se come, cuando hace frío fuera, y en ella se descansa. Detrás de los asientos de conductor y acompañante hay una especie de catres, poco más anchos que los hombros de un hombre normal, previstos para pasar la noche, si es que no se pasa conduciendo. Por supuesto que la cabina tiene su sistema de calefacción, imprescindible cuando se viaja por el norte de Europa. Pero como el hogar de uno no hay nada y, por ejemplo, en los siete días, aproximadamente, que duró el viaje, ni me cambié de ropa ni me lavé en absoluto, ni siquiera la cara al levantarme. Tan sólo las manos y si coincidía que entrábamos en algún local o en los propios almacenes. Cuando llegaba la hora de dormir, me limitaba a quedarme en ropa interior encima del catre, sin ninguna ropa de cama -sábanas, fundas ni nada parecido. Ni siquiera tenía una triste almohada, función para la que designé a mi propio jersey. Tampoco es fácil lo de comer caliente. La mayoría de los camioneros llevan la comida cuando salen de sus casas, y no comen más que cosas frías mientras están por ahí. No es sólo cuestión de dinero, también imponen sus dificultades el idioma y el tiempo, que no suele sobrar a los camioneros. Sólo los más rumbosos se deciden a comer en restaurantes mientras están de viaje.

Por fin, a la hora prevista, descargamos el camión. Sin perder tiempo se le comunicó la circunstancia al jefe de ruta de la empresa que, asimismo en poco tiempo, buscó carga para el retorno. Nos encaminamos al almacén que se nos indicó, esta vez para cargar, y lo hicimos sin problemas. Mi conocido se había reservado un par de cajas de lechugas, creo recordar que esa era la carga que llevamos a Alemania, y en el almacén en el que cargamos para el retorno, que era el de una fábrica de yogures, las intercambió por otras tantas de ese producto con el empleado. Los alemanes también entran al trapo en estas cosas, al menos los trabajadores alemanes. El viaje de vuelta transcurrió sin mayores novedades al fin conseguí llegar a mi casa, sucio, con barba de siete días, y con un cansancio encima, después de haber estado toda la noche conducendo, que apenas me permitía estar en pie.

Pues este ha sido un relato sucinto de mi último viaje a Alemania. Se me quedan muchas cosas en la cabeza, pero ya las contaré.

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